El Orgullo no es una fiesta, es una lucha
 

            Por Enrique Cano
 

                   Artículo publicado en El Común

 

                  03/06/2025

Aunque la lucha por los derechos de lesbianas, gais y bisexuales no comenzó en 1969, puesto que antes de aquella fecha ya se habían creado organizaciones y se habían llevado a cabo manifestaciones y acciones políticas, no cabe duda de que, por la dimensión de los hechos y todo lo que implicó después, el 28 de junio de 1969 es considerado como un punto de inflexión que marcó un antes y un después para el colectivo.

 

Aquel día, en el Stonewall Inn de Nueva York, como era de costumbre, hubo una redada policial. Y una mujer lesbiana, Stormé DeLarverie, al caer al suelo por forcejear con la policía, gritó: “¿Por qué no hacéis algo?”. Y entonces empezaron los disturbios. Fue una mujer, una mujer lesbiana, quien inició la chispa de unos disturbios que traerían consigo, solo un año después, en 1970, la primera marcha del Orgullo.

 

Cada vez que veo las fotografías en blanco y negro de aquellas mujeres y aquellos hombres que empezaron nuestra lucha siento orgullo y emoción, pues sé que es gracias a su valía y su esfuerzo que hoy, tantas y tantos, gozamos de derechos y libertades que antes se nos restringía.

 

Pero también, lo reconozco, siento envidia. Envidia porque, no se puede negar, desde los Disturbios de Stonewall hasta ahora, las cosas en el colectivo han cambiado mucho… y para mal.

 

Por aquel entonces, en los años previos y posteriores a los Disturbios de Stonewall, se tenía claro que la lucha LGB era para poder pasear tranquilamente de la mano con quien amamos; para no sufrir violencia ni persecución; para que no se nos desprecie ni se nos eche de casa, la escuela o el trabajo por nuestra orientación sexual; para tener derecho a elegir con qué cabeza nuestra almohada compartir; para que no nos insultasen y llamasen “desviados”, “pervertidos”, “enfermos”, “pederastas” o “queer”; y, en definitiva, para que pudiésemos vivir con derechos, en libertad y con dignidad.

 

Sin embargo, ahora todo es distinto: el Orgullo es de cualquiera menos de lesbianas, gais y bisexuales; se reivindican cosas que jamás habíamos pedido, como la regulación de la explotación sexual y reproductiva; se habla de infancia, cuando siempre nos alejamos de ella; se promocionan los intereses de partidos políticos, farmacéuticas y multinacionales; se promueven terapias de conversión, principalmente contra las lesbianas, bajo chantaje emocional y acusaciones de un supuesto y falso “odio”; y la homosexualidad y la bisexualidad ahora son cualquier cosa (“una identidad”, “una elección”, “una posición política”), menos orientación sexual.

 

Antes, lesbianas, gais y bisexuales se organizaban con unos objetivos claros, marchaban en protesta y reivindicaban derechos. Tenían claro que el movimiento es una lucha y que no se vendían ni a corporaciones ni a partidos políticos.

 

Ahora las calles se llenan de batucadas, el banco que desahucia a tu vecina pone en sus redes sociales una bandera en la que el arcoíris queda cada vez más desplazado, la empresa capitalista que te explota se forra haciendo merchandising a costa del colectivo y los heterosexuales se inventan a cada rato una nueva letra para exigirnos “inclusión”.

 

Lo que antaño fue una lucha por el Orgullo de ser quienes somos y como somos, ahora ha quedado reducido a purpurina, música y jolgorio.

 

Y no debemos olvidar nunca, jamás, que detrás de toda esta festividad hay una historia de movilización, pelea y reivindicación. El Orgullo no nació como una celebración, sino como un grito de rebeldía en pos de unos derechos. Su origen está en la protesta, en la resistencia y en la dignidad.

Tampoco debemos olvidar que aún hoy día, en muchas partes del mundo, ser lesbiana, gay o bisexual sigue siendo motivo de discriminación, violencia y criminalización. En más de 60 países, las relaciones entre personas del mismo sexo aún son ilegales, castigándose incluso con la violación correctiva y la muerte. En otros, aunque se haya avanzado, los prejuicios sociales continúan marcando vidas: jóvenes que sufren el acoso escolar y el rechazo de sus familias, parejas homosexuales que reciben insultos y agresiones en la calle, mujeres lesbianas y bisexuales invisibilizadas e hipersexualizadas, personas bisexuales señaladas, cuestionadas y borradas… y un largo etcétera.

 

Por eso, el Orgullo no puede ser una fiesta. Para mí, no hay ni habrá absolutamente nada que festejar mientras en el mundo sigan existiendo compañeras y compañeros del colectivo que sufren la homofobia, el escarnio y la discriminación. Mientras nuestros derechos permanezcan en peligro, el Orgullo debe continuar siendo una fecha de denuncia.

 

El Orgullo es una afirmación de resistencia frente a siglos de discriminación y represión. Es una reivindicación del derecho a amar, a mostrarse y a vivir sin miedo.

 

Convertir el Orgullo en un evento superficial y totalmente despolitizado es traicionar su raíz.

 

Por ese motivo, rechazo por completo un Orgullo que nos ha sido totalmente arrebatado; en el que se hace gala de la homofobia, el sexismo y la misoginia; y que se ha convertido en un festival, en una pasarela de marcas promocionándose, en una excusa para el consumo y en una atracción turística bochornosa a la que acuden heterosexuales como quien va al circo.

 

El Orgullo, aún más en estos tiempos en los que ya no solo debemos lidiar con la homofobia clásica del conservadurismo y la extrema derecha, sino que también con otra disfrazada de “progreso” y fundamentada en la terapia de conversión 2.0, debe ser una conmemoración de las batallas libradas por las generaciones que nos precedieron y un compromiso con las otras muchas peleas que aún quedan por librar.

 

Que no caiga en el olvido que los avances conquistados costaron esfuerzo, sudor y lágrimas; que nuestros derechos no cayeron ni caerán del cielo, pues fueron y deben ser conquistados.

 

El Orgullo no es una fiesta, es una lucha.

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